Robert Seethaler nos demuestra en esta emotiva joya literaria que cualquier vida, por nimia que sea, es una aventura
De vez en cuando, en el panorama de la narrativa internacional surgen novelas como toda una vida, que, a pesar de que cuentan historias aparentemente pequeñas y locales, traspasan fronteras y culturas, y no dejan indiferente a nadie. El libro de Robert Seethaler pertenece a esta categoría de joyas literarias tan raras como bellas.
Hasta una perdida aldea centroeuropea, en un remoto rincón alpino, llega a principios del siglo XX el pequeño Andreas Egger con apenas cuatro años, abandonado por su madre. El niño crece y vive siempre confinado en el valle, de donde sale sólo en dos ocasiones ya de adulto, siendo las más larga y singular su estancia en le frente ruso como soldado raso, donde asiste a los despropósitos de la guerra. Su realidad son esas cimas de nieves perpetuas y esa paredes rocosas de fiereza salvaje. Con el trasncurso del tiempo, Andreas Egger se adapta a los cambios que el llamdo "progreso" trae al pisaje de la montaña: la construcción del teleférico y la irrupción del turismo de masas, con excursionistas y esquiadores como figurantes. Ese microcosmos es domesticado rápidamente por la electricidad, el automóvil y la televisión, mientras el casi octogenario Andreas Egger, que habla ya con la muerte, presencia, entre asombrado y desconcertado, eso y otros prodigios con el mismo arrobo con que sigue contemplando una puesta de sol o bebiendo la leche recién ordeñada.