De manera cada vez más clara –en no pocas ocasiones de forma estridente y con consecuencias perversas- se hace patente el daño que puede llegar a causar a la Iglesia la ignorancia de las normas y procedimientos canónicos o, lo que quizá resulte más grave, la falta de voluntad de aplicarlos. Hace aún pocos días lo recordaba Su Santidad, Benedicto XVI, con motivo de unos hechos de extraordinaria gravedad –están en la mente de todos-, que responde, ciertamente, a una diversidad de factores, pero entre los que se encuentra el rechazo a afrontar desde la perspectiva de las normas jurídicas situaciones canónicamente irregulares (cfr. Benedicto XVI, Carta Pastoral de a los católicos de Irlanda, de 20 de marzo de 2010, n. 4)
A la vuelta de los años se hace claramente visibles los dolorosos efectos del fracaso a la hora de aplicar normas codificadas de Derecho canónico desde hace largo tiempo y de la inobservancia de los procedimientos, que hubieran permitido evitar los graves errores ahora percibidos en el modo de afrontar los conflictos (cfr. Ibid., n.11.)
Solamente el estudio constante, el empeño por afinar la hermenéutica jurídica y depurar la técnica de la interpretación y aplicación del Derecho, confiere al canonista la prudentia iuris que tan eficazmente contribuye a la salvaguarda de la justicia y del buen orden eclesial.