«La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón «día del Señor» o domingo. Así pues, en este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pe 1,3). Por consiguiente, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también un día de alegría y de liberación del trabajo. No debe anteponerse a ésta ninguna otra solemnidad, a no ser que sea realmente de gran importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico».
Con estas palabras remarcaba el Concilio Vaticano II (SC 106) la centralidad e importancia del domingo, como celebración gozosa de la resurrección del Señor. Ahora, el papa Juan Pablo II presenta a la comunidad cristiana una nueva carta apostólica, en la que se incide, una vez más, en el valor y grandeza de este día, destacando en él una quíntuple referencia celebrativa: la creación, el misterio redentor de Cristo y la donación del Espíritu Santo, la Iglesia, el hombre y el tiempo. Referencias todas ellas que hacen que la celebración se extienda al día entero, y no sólo al momento puntual del encuentro litúrgico.