El ecumenismo es una prioridad y un tema dominante en el ministerio de Juan Pablo II. Por esta razón, a nadie puede extrañar que, treinta años después del Concilio Vaticano II, quiera imprimir un nuevo impulso al diálogo ecuménico, con el deseo de que, en los umbrales del nuevo milenio, avancen los cristianos con paso decidido hacia la ansiada meta de la unidad. Por ello, el Santo Padre alienta con entusiasmo a crecer en la comunión, a reforzar el espíritu de fraternidad entre todos los cristianos y a intensificar el diálogo teológico. Sitúa la unidad en un claro contexto de fe, en la estela de la oración sacerdotal de Cristo, y la contempla desde la perspectiva del designio de Dios, que antes o después se realizará. A esta luz, la encíclica presenta un enfoque original. Considera que en nuestro siglo, a causa de las persecuciones sufridas por todas las Iglesias, «los cristianos tenemos un martirologio común». En todas las Iglesias ha habido mártires. Este hecho demuestra que, «si se puede morir por la fe, se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia», es decir, de la exigencia de restaurar la plena unidad como expresión de la común fidelidad a Cristo.