La X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, una de las más complejas de la historia sinodal, se celebró durante los días 30 de septiembre al 27 de octubre de 2001. El Papa asistió a todas las sesiones, en las que resultó llamativa, como pocas veces, la gran libertad de expresión que mostraron numerosos sinodales, especialmente los orientales, los religiosos y algunos sectores concretos. Dos años después, Juan Pablo II ofrece a la Iglesia esta nueva exhortación apostólica, Pastores gregis, en la que recoge los frutos del Sínodo, profundamente enraizados en las enseñanzas y directrices del Concilio Vaticano II.
«Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la Eucaristía, que es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial. Se puede observar esto ya desde las primeras imágenes de la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (2,42). La “fracción del pan” evoca la Eucaristía. Después de dos mil años seguimos reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y, mientras lo hacemos en la celebración eucarística, los ojos del alma se dirigen al Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la Última Cena y después de ella» (Ecclesia de Eucharistia, 3).
Esta nueva carta apostólica de Juan Pablo II, en la que se proclama el año que va de octubre de 2002 a octubre de 2003 Año del Rosario, ofrece unas importantes reflexiones sobre el tradicional rezo del Rosario, oración contemplativa que, a través de la Virgen María, permite al orante cristiano ahondar en el misterio salvífico de Cristo: «El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología [...] En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor», comenta el Papa al comienzo de la introducción. El documento aporta también la contemplación de un nuevo ciclo de cinco misterios que podrían llamarse «luminosos», y que, vinculados al jueves en el ciclo semanal, desgranan la vida pública de Jesús: su bautismo, su autorrevelación en las bodas de Caná, su anuncio del Reino de Dios, su transfiguración y la institución de la Eucaristía.
La carta apostólica Novo millennio ineunte, firmada por el papa Juan Pablo II el 6 de enero de 2001, con ocasión de la clausura de la Puerta Santa, es el documento conclusivo del Año Jubilar. Interpreta la exigencia de una Iglesia que, tras un año de intensa experiencia espiritual, se siente llamada a «ir mar adentro» ?según la orden que Jesús dio a Pedro (Lc 5, 4)? afrontando los desafíos del mundo.
La carta se articula en cuatro capítulos, con un hilo único conductor, Cristo: «El encuentro con Cristo, herencia del Gran Jubileo»; «Un rostro para contemplar»; «Caminar desde Cristo», y «Testigos del amor».
La Puerta Santa se cierra, pero queda más abierta que nunca la «puerta viva», Cristo Jesús, simbolizado en la Puerta Santa. La Iglesia, después del entusiasmo jubilar, no vuelve a una cotidianidad anodina. Por el contrario, le espera un nuevo impulso apostólico, animado y sostenido por la confianza en la presencia de Cristo y en la fuerza del Espíritu.
En la Bula de convocatoria del Año Santo del 2000, Incarnationis mysterium, Juan Pablo II señalaba, entre los signos «que oportunamente pueden servir para vivir con mayor intensidad la insigne gracia del jubileo», la purificación de la memoria. Esta purificación cabe entenderla como un proceso de liberación de la conciencia personal y común de todas las formas de resentimiento o de violencia que la herencia de culpas del pasado puede haber-nos dejado. ¿Cómo afrontar este reto? Mediante una valoración renovada, histórica y teológica, de los acontecimientos implicados que conduzca a un reconocimiento correspondiente de la culpa (si la hubo) y a un camino real de reconciliación.
A este fin, la Comisión Teológica Internacional ofrece ahora a toda la Iglesia el servicio del presente documento, fruto de intensos estudios y numerosos encuentros mantenidos entre 1998 y 1999. El texto resultante ha contado con la aprobación del Presidente de la Comisión y Precepto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, el cardenal J. Ratzinger.
Juan Pablo II sintetiza lo esencial del mensaje cristiano: en Jesucristo se da la plenitud del encuentro del hombre con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Juan Pablo II ha centrado sus catequesis, durante la celebración del gran jubileo de los dos mil años del nacimiento de Jesucristo, en los temas capitales de la fe cristiana para impulsar la vitalidad de la Iglesia. En Jesucristo se da la plenitud del encuentro del hombre con Dios, y también el pleno descubrimiento de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
«La conmemoración de ciertas fechas especialmente evocadoras del amor de Cristo por nosotros suscita en el ánimo la necesidad de "anunciar las maravillas de Dios", es decir, la necesidad de evangelizar. Así, el recuerdo de la reciente celebración de los quinientos años de la llegada del mensaje evangélico a América, y el cercano jubileo con que la Iglesia celebrará los 2.000 años de la Encarnación del Hijo de Dios, son ocasiones privilegiadas en las que, de manera espontánea, brota del corazón con más fuerza nuestra gratitud hacia el Señor. Consciente de la grandeza de estos dones recibidos, la Iglesia peregrina en América desea hacer partícipe de las riquezas de la fe y de la comunión en Cristo a toda la sociedad y a cada uno de los hombres y mujeres que habitan en el suelo americano».
Bajo esta perspectiva pastoral, el papa Juan Pablo II lanza, a través de la presente exhortación apostólica, un apasionado llamamiento a mantener viva la evangelización de América. Para ello repasa, con minucioso y profundo sentido analítico, las especiales condiciones de un continente en el que aún perviven complejas situaciones de injusticia social, de alarmante precariedad económica, y de relaciones étnicas y multiconfesionales que es preciso reconducir hacia un lugar común de encuentro.
Juan Pablo II nos recuerda en esta Carta apostólica una idea que está en la base de la vida cristiana: afrontar el sufrimiento como camino de salvación, no sólo personal sino para toda la Iglesia y la sociedad.
En esta Carta Juan Pablo II trata del sentido cristiano del sufrimiento humano, que unido al de Cristo tiene sentido corredentor. Este volumen recoge, además, las declaraciones del Papa en el libro Cruzando el umbral de la esperanza, sobre el misterio de la presencia del mal en el mundo compatible con la omnipotencia de Dios.
«La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón «día del Señor» o domingo. Así pues, en este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pe 1,3). Por consiguiente, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también un día de alegría y de liberación del trabajo. No debe anteponerse a ésta ninguna otra solemnidad, a no ser que sea realmente de gran importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico».
Con estas palabras remarcaba el Concilio Vaticano II (SC 106) la centralidad e importancia del domingo, como celebración gozosa de la resurrección del Señor. Ahora, el papa Juan Pablo II presenta a la comunidad cristiana una nueva carta apostólica, en la que se incide, una vez más, en el valor y grandeza de este día, destacando en él una quíntuple referencia celebrativa: la creación, el misterio redentor de Cristo y la donación del Espíritu Santo, la Iglesia, el hombre y el tiempo. Referencias todas ellas que hacen que la celebración se extienda al día entero, y no sólo al momento puntual del encuentro litúrgico.
La encíclica Fides et ratio se inserta en esa larga tradición que desde los Padres de la Iglesia, de Oriente y Occidente, ha visto entre la fe y la razón humana un entendimiento no sólo posible - sino necesario. La verdad es una y ambos caminos conducen a ella, contribuyendo a su conocimiento y difusión. La intención de esta Encíclica queda patente en este párrafo que forma parte de sus conclusiones:
«La Iglesia, al insistir sobre la importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del mensaje evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia. En la perspectiva de estas profundas exigencias, inscritas por Dios en la naturaleza humana, se ve incluso más claro el significado humano y humanizador de la palabra de Dios. Gracias a la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera sabiduría, el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo».