Juan Pablo II nos recuerda en esta Carta apostólica una idea que está en la base de la vida cristiana: afrontar el sufrimiento como camino de salvación, no sólo personal sino para toda la Iglesia y la sociedad.
En esta Carta Juan Pablo II trata del sentido cristiano del sufrimiento humano, que unido al de Cristo tiene sentido corredentor. Este volumen recoge, además, las declaraciones del Papa en el libro Cruzando el umbral de la esperanza, sobre el misterio de la presencia del mal en el mundo compatible con la omnipotencia de Dios.
«La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón «día del Señor» o domingo. Así pues, en este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pe 1,3). Por consiguiente, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también un día de alegría y de liberación del trabajo. No debe anteponerse a ésta ninguna otra solemnidad, a no ser que sea realmente de gran importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico».
Con estas palabras remarcaba el Concilio Vaticano II (SC 106) la centralidad e importancia del domingo, como celebración gozosa de la resurrección del Señor. Ahora, el papa Juan Pablo II presenta a la comunidad cristiana una nueva carta apostólica, en la que se incide, una vez más, en el valor y grandeza de este día, destacando en él una quíntuple referencia celebrativa: la creación, el misterio redentor de Cristo y la donación del Espíritu Santo, la Iglesia, el hombre y el tiempo. Referencias todas ellas que hacen que la celebración se extienda al día entero, y no sólo al momento puntual del encuentro litúrgico.
La encíclica Fides et ratio se inserta en esa larga tradición que desde los Padres de la Iglesia, de Oriente y Occidente, ha visto entre la fe y la razón humana un entendimiento no sólo posible - sino necesario. La verdad es una y ambos caminos conducen a ella, contribuyendo a su conocimiento y difusión. La intención de esta Encíclica queda patente en este párrafo que forma parte de sus conclusiones:
«La Iglesia, al insistir sobre la importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del mensaje evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia. En la perspectiva de estas profundas exigencias, inscritas por Dios en la naturaleza humana, se ve incluso más claro el significado humano y humanizador de la palabra de Dios. Gracias a la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera sabiduría, el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo».
La presente exhortación apostólica recoge el fruto de los trabajos del Sínodo de 1994. Más allá de superficiales valoraciones de funcionalidad, propias de una cultura utilitarista y tecnocrática, la asamblea sinodal reafirmó la importancia de la vida religiosa como signo concreto de entrega radical a Dios y de la caridad que anima a la Iglesia en un mundo que corre el riesgo de verse asfixiado en la confusión de lo efímero. Por eso, la Iglesia nunca podrá renunciar a la vida consagrada, porque esta vida expresa de manera elocuente su última esencia «esponsal». Estas páginas constituyen así un verdadero tratado de vida religiosa, estructurado en torno a tres ejes capitales: consagración, comunión y misión. En ellas renueva el Santo Padre las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que han sido punto de referencia luminoso para la reflexión del Sínodo; alienta a las personas consagradas a comprometerse con nuevo ímpetu, e ilumina al Pueblo de Dios para que se haga más consciente de la necesidad que tiene la Iglesia de una vida religiosa renovada y fortalecida.
La carta apostólica Tertio millennio adveniente, que la BAC se complace en ofrecer hoy a sus lectores, es un documento luminoso y lleno de esperanza en el que Juan Pablo II expone los hitos fundamentales del itinerario que la Iglesia tiene que seguir para preparar el gran jubileo del año 2000 y el espíritu con que ha de celebrarse. En estas páginas vuelca el Papa su profunda visión de la historia de la humanidad, atravesada por el río caudaloso de la Revelación, del Cristianismo y de la Iglesia. «El año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río», y ha de ser para la Iglesia ocasión de fortalecer su fe, de buscar la unidad entre los cristianos, de ahondar el diálogo con las grandes religiones, de afrontar el desafío de la crisis de valores que sufre nuestro tiempo y de «hacerse voz de todos los pobres del mundo». Por encima de todo, el Papa anima a los cristianos a encaminarse a las puertas del nuevo milenio con una actitud de auténtica conversión y penitencia, de manera que, fieles a la acción del Espíritu, manifiesten al mundo el genuino rostro de Dios y preparen el advenimiento de una nueva primavera de la Iglesia.
El ecumenismo es una prioridad y un tema dominante en el ministerio de Juan Pablo II. Por esta razón, a nadie puede extrañar que, treinta años después del Concilio Vaticano II, quiera imprimir un nuevo impulso al diálogo ecuménico, con el deseo de que, en los umbrales del nuevo milenio, avancen los cristianos con paso decidido hacia la ansiada meta de la unidad. Por ello, el Santo Padre alienta con entusiasmo a crecer en la comunión, a reforzar el espíritu de fraternidad entre todos los cristianos y a intensificar el diálogo teológico. Sitúa la unidad en un claro contexto de fe, en la estela de la oración sacerdotal de Cristo, y la contempla desde la perspectiva del designio de Dios, que antes o después se realizará. A esta luz, la encíclica presenta un enfoque original. Considera que en nuestro siglo, a causa de las persecuciones sufridas por todas las Iglesias, «los cristianos tenemos un martirologio común». En todas las Iglesias ha habido mártires. Este hecho demuestra que, «si se puede morir por la fe, se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia», es decir, de la exigencia de restaurar la plena unidad como expresión de la común fidelidad a Cristo.
Esta nueva encíclica de Juan Pablo II, la undécima de su Pontificado, quiere ser una confirmación precisa y firme de la grandeza y el valor inviolable de la vida humana y, al mismo tiempo, una acuciante llamada dirigida a todos los hombres abiertos sinceramente a la verdad y al bien para que respeten, defiendan, amen y sirvan a la vida, a toda vida humana. No sólo renueva y confirma solemnemente la doctrina católica sobre el aborto, sino que también aborda otras cuestiones directamente relacionadas con el valor sagrado y funda-mental de la vida del hombre, como la eutanasia, el homicidio, la pena de muerte, la guerra y las agresiones al medio ambiente. «El anuncio de este Evangelio de la vida ―dice el Papa en la introducción― es hoy particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa». El Papa dirige su más apremiante invitación a todos los miembros de la Iglesia ―pueblo de la vida y para la vida― «para que juntos podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana».
La exhortación apostólica Ecclesia in Africa se ciñe al itinerario de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, que reflexionó en profundidad acerca del tema: «La Iglesia en África y su misión evangelizadora hasta el año 2000». Arranca del momento histórico en que se celebró el Sínodo y examina sus objetivos, preparación y desarrollo. Se detiene luego en la situación actual de la Iglesia en África, recordando las distintas fases del compromiso misionero. Afronta, además, los diferentes aspectos de la misión evangelizadora con que la Iglesia ha de contar en el momento presente: la evangelización, la inculturación, el diálogo, la justicia y la paz, los medios de comunicación social. A la luz de las urgencias y desafíos que interpelan a la Iglesia en África en el umbral del año 2000, la Exhortación delinea las tareas del testigo de Cristo en África, con la mira puesta en una contribución más eficaz a la edificación del Reino de Dios. El documento finaliza señalando los compromisos de la Iglesia en África como Iglesia misionera: una Iglesia de misión que llega a ser ella misma misionera.
La Carta a las familias de Juan Pablo II, escrita con motivo del «Año Internacional de la Familia», es un documento original: por sus destinatarios directos, sin intermediarios, las familias; por su estilo coloquial, como el de un Pastor que se dirige paternalmente a unas familias reunidas en su derredor. Es un canto, lleno de -lirismo religioso, al amor conyugal y al amor familiar.
La carta resume, con claridad y selectividad, y en tono predominantemente positivo y esperanzador, las enseñanzas fundamentales de los grandes documentos de este siglo sobre la familia: la constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II (P. II, cap. 3); la encíclica Humanae vitae, y la exhortación apostólica Familiaris consortio.
Parte del misterio trinitario como modelo originario de la familia. Se halla penetrada de sentido bíblico y refleja amplia experiencia pastoral, con alusiones claras, sin sentido polémico, pero con firmeza, a los grandes males que amenazan a la familia en el momento actual.
La familia es el primero y más importante de los caminos de la Iglesia, según la carta. El problema reside, en último término, en la fidelidad al proyecto de Dios sobre la familia; lo cual exige necesariamente la oración de la familia, por la familia y en la familia. La familia se presenta, en la carta, como el centro y el corazón de la «civilización del amor», anhelo de la Humanidad en esta encrucijada histórica que nos sitúa ante las puertas del tercer milenio de la era cristiana.
La encíclica Veritatis splendor constituye la «carta magna de la moral cristiana». En este documento, que marcará el pontificado de Juan Pablo II, el Magisterio de la Iglesia expone las bases fundamentales de la doctrina moral, sin entrar más que de pasada en temas concretos, pero con la perspectiva de los desafíos de la nueva evangelización y de los grandes problemas controvertidos, en la actualidad, sobre cuestiones morales: ley moral y libertad; conciencia y verdad; autonomía de la conciencia y Magisterio; existencia de normas universales negativas que obligan siempre y sin excepción; opción fundamental y moralidad de las conductas concretas.
La Iglesia aparece en este documento como Madre llena de comprensión y, también, como Maestra que enseña con claridad y firmeza lo que es bueno y lo que es malo. La encíclica tiene un profundo enfoque bíblico, cristocéntico y pneumatológico, e integra todas las exigencias de la ley natural en la Ley nueva del Evangelio de Jesucristo. Exigirá, sin duda, a muchos moralistas una seria reflexión sobre sus planteamientos fundamentales, y se puede prever que será signo de contradicción por la fidelidad y firmeza de su doctrina, en la que brilla el esplendor de la verdad.
La encíclica Centesimus annus la tercera que el actual Pontífice dedica a temas sociales, ha sido promulgada para conmemorar el centésimo aniversario de la Rerum novarum. Este nuevo documento del magisterio social de Juan Pablo II ―que tan positiva acogida ha obtenido en la Iglesia y en el mundo― nos invita a echar una mirada retrospectiva a la histórica encíclica leoniana, proponiéndonos una relectura de su texto para descubrir de nuevo la riqueza y fecundidad de los principios fundamentales expresados por León XIII. Pero, sobre todo, nos invita a mirar al presente y al futuro, con el fin de actualizar y relanzar, ante el horizonte ya cercano del tercer milenio del cristianismo, la doctrina social de la Iglesia, cuya difusión pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano. Contienen estas páginas una llamada urgente a luchar solidariamente por la causa del hombre, es decir, por el desarrollo integral de la persona, en contra de aquellas ideologías que propugnan reducir al hombre a una dimensión puramente económica.