Este libro busca un sentido a la trascendencia. En él la voz del profeta se pone al lado de la del filósofo. Esto se hace una vez que se ha logrado romper el ser y su lenguaje para salir fuera de su estructura. Es ahora –no antes– cuando aún tímidamente Levinas denomina Dios al Infinito, cuando Dios, que rompe todo nuestro lenguaje, puede ser invocado sin caer en las redes predicativas de la ontología.
El apresuramiento habitual convirtió a Dios en un ente y, de este modo, lo transformó en un ídolo a medida del hombre en las diversas ontologías discursivas. El proceder de Levinas exige el largo desierto ateo de una superación de todas las teologías hasta que la voz del profetismo pueda ser oída en su pureza incontaminada.
Tal profetismo no es tanto una revelación de Dios como del hombre, de su subjetividad creatural herida y sufriente por el otro que se impone en una responsabilidad que no admite escapatoria.