
San Bernardo ha sido y sigue siendo un maestro de vida cristiana. El secreto de su magisterio en la Iglesia radica en que su doctrina es la expresión de su experiencia. Atrae y convence porque habla de lo que vive. El sentido de la vida, repite sin cesar, es recuperar y restaurar esa joya que es la imagen y semejanza divinas, deterioradas por el pecado. O, como le gusta decir con la Biblia, «ordenar el amor», vivir en la escuela del amor. El amor es la fuente, el camino y la meta del hombre. Es su razón de ser y su plenitud. Amor afectivo y amor activo. Amor que contempla y arde en deseos, y amor que trabaja y se entrega a los demás. Sin la clave del amor Bernardo es incomprensible, y con ella se nos abren todas sus puertas. La selección aquí presentada puede ser una brisa de aire fresco, un estímulo y el contacto directo con un maestro espiritual.
Un ángel, ligeramente estrábico, es enviado a la tierra para redactar un informe sobre los seres huma-nos. Animal bípedo, autoconsciente, versátil, neuró-tico. Un ser muy complicado, el hombre. La complicación afecta a todas sus funciones. Piensa y ama y sufre complicadamente. Es un ciempiés con juanetes. Inventó el pleonasmo, la carrera de obstáculos, los botones de la bocamanga y las objeciones filosó-ficas a los sistemas filosóficos. Pero al autor del in-forme le ha impresionado especialmente la relación tan complicada que los humanos tienen con Dios. Algunos prefieren caminar hacia la vida eterna andando sobre zancos. Otros se esfuerzan en cons-truir una altísima escalera para llegar hasta Dios mientras éste, a su lado, pacientemente les va su-ministrando yeso y ladrillos. Son complicados en su orgullo, pero no menos en su humildad. ¿Y el famo-so progreso humano a través de los siglos? A de animal, B de Boston. Hoy como ayer, en vez de acercar el taburete al piano, siguen empeñados en arrastrar el piano hasta dónde está el taburete.
Señora nuestra. El misterio del hombre a la luz del misterio de María (1957) y Cristo vivo. Vida de Cristo y vida cristiana (1963) son dos obras de notable originalidad teológica y literaria. Las dos pertenecen a su juventud de escritor y las dos llevan la marca de la madurez con que José María Cabodevilla enriqueció su obra ya desde los inicios. Por si fuera poco, sus múltiples y generosas ediciones acreditan el favor que encontraron en el público. Agotadas hace mucho tiempo, ambas seguían contando con el aprecio de sus lectores habituales y siendo requeridas por muchos que nunca las tuvieron a su alcance. Unos y otros tienen de nuevo a mano dos obras clásicas de la espiritualidad del siglo XX salidas de la finísima pluma y de la agudeza mental de uno de los escritores más sutiles y más entregados a sus lectores de la pasada centuria.