En 1844, bajo el pseudónimo de Juan Clímaco, Kierkegaard había publicado «Migajas filosóficas», obra en la que diferenciaba radicalmente la filosofía sistemática con pretensiones absolutas (Hegel) del socratismo, y a éste, de la relación única entre el maestro y los discípulos, tal como se establece entre Cristo y los cristianos.
Dos años más tarde, el mismo Juan Clímaco (y su «editor», Kierkegaard) se vio en la obligación de hacer una serie de apostillas a dicho texto. En ellas profundizaba en los muchos matices del problema de cómo cabe siguiera pensar que la eternidad se relacione con el tiempo, o sea, que Dios y la historia puedan estar de algún modo en contacto y el individuo existente pueda realmente convertirse ya ahora en seguidor de la verdad plena y eterna. La empresa no puede ser más atrevida: formular los fundamentos de una ontología existencial donde la libertad y el amor hallen cabida e incluso se conviertan en el núcleo de un nuevo pensamiento antisistemático y más profundo que cualquier intento de sistema.
Las obras del amor conforman una colección de «discursos edificantes», para Kierkegaard, la más alta forma del diálogo puro entre individuos. Publicada en las últimas semanas de 1847, esta obra intenta la aventura temeraria de explorar directamente la naturaleza esencial de lo cristiano. Páginas llenas de finura, belleza, densidad, veracidad y humor.
Kierkegaard parte del único presupuesto posible: Dios como amor absoluto. La única empresa que supera por principio infinitamente las fuerzas humanas es la aprehensión adecuada de la esencia del amor. Pero justamente por la virtud de esta trascendencia no hay relación existencial humana que esté del todo desprendida del ámbito del amor. Tratar de cualquiera de los acontecimientos que suceden en nuestra existencia es introducirse en una intrincada e infinita fenomenología de las obras del amor y de las respuestas humanas a ellas.