
«La noche de mi muerte ocurrieron cosas extrañas en mi apartamento parisino...». Un Jean Guitton casi centenario imagina en Mi testamento filosófico su muerte, su entierro y su juicio. En su lecho de muerte dialoga con Pascal sobre las razones para creer en Dios, con Bergson sobre las razones para ser cristiano y con Pablo VI sobre las razones de ser católico. Durante su entierro conversa sobre el arte con el Greco, sobre el mal con de Gaulle, sobre el amor y la poesía con Dante y sobre la filosofía con Sócrates. En su juicio intervienen santa Teresa de Lisieux y François Mitterrand... Una obra de deliciosa lectura, en la que uno de los filósofos católicos más importantes del siglo XX renueva las cuestiones esenciales sobre el sentido de la vida y nos regala un testimonio lleno de sabiduría y humildad.
Los tres textos de Rorty que recoge este volumen (para el que expresamente fue escrito fue escrito el último: estamos ante una primicia) constituyen no sólo un frente desconstructivo de la filosofía lingüística anglonorteamericana (Acaso la versión más y mejor propagada del "giro lingüístico" que experimenta la filosofía en este siglo), sino también la materia genética de la desconstrucción de la epistemología moderna, último intento de la filosofía sistemática, de filiación platónica-kantiana, de constituirse en Alto Tribunal de la Realidad que emite el veredicto sobre lo que es y no es un buen confort metafísico. Rorty, al desconstruir las pretensiones de la filosofía del lenguaje de estar fundada y ser fundamentadora (de ser la nueva filosofía primera), se suma a la nómina de héroes desconstructivos de las falsas certezas y de las pseudoseguridades modernas. Y ante la frustración colectiva, histórica, que nos va quedando como herencia de la falsa deidad moderna (el confort racional en su trinidad metafísico-epistémico-moral), tiene el valor de erradicar hasta sus puntas las raíces de la fe moderna en el fundamento (racional) y lo (racionalmente) fundado; y de llamar nuestra atención sobre la condición incierta, contingente y finita, desfundada y desfondada, de una experiencia que, a trancas y barrancas, va conservando el nombre de posmoderna. La introducción ha corrido a cargo de Gabriel Bello, catedrático de Ética en la Universidad de La Laguna.
Como apunta Fernando Savater en el prólogo a esta edición, los escritores más notables de una época pasan al morir por un purgatorio de duración variable tras el cual se instalan para siempre en la gloria de los elegidos o en el infierno del olvido. A Miguel de Unamuno sin duda le ha correspondido la gloria y Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, publicada en 1913, es la obra en que su voz inconfundible resuena con mayor intensidad y hondura.
Publicada en 1902, Amor y pedagogía supone dentro del contexto de la obra de Miguel de Unamuno el abandono de las técnicas y procedimientos utilizados cinco años antes en "Paz en la guerra", su primera novela, para adoptar conceptos estéticos nuevos. Como observa Julia Barella en su introducción a este volumen, en este relato satírico de un experimento fallido, lo que busca Unamuno es "la salvación personal, liberarse, como hombre de creencias exclusivamente racionalizadoras y dogmáticas, de doctrinas intelectuales que sólo intentan ordenar y clasificar el mundo, para huir de la sensación de vacío y de la proximidad de la nada.
Jean-Jacques Rousseau puso en Las confesiones los cimientos de la moderna autobiografía. Las confesiones van más allá de unas simples memorias al convertir Rousseau al lector en «juez» de los hechos de su vida. Expone su testimonio sobre los elementos biográficos de un hombre que quiere desnudar su alma y su existencia hasta tal punto que está seguro de que no tendrá nunca imitadores. En Las confesiones, Rousseau vive y revive su etapa de ilusiones infantiles y su adolescencia ambulante, en la que el amor de una mujer enciende en el joven un fuego cuyo rescoldo alienta todavía en la vejez, como queda reflejado en Las ensoñaciones del paseante solitario, obra también publicada en Alianza Editorial. Sin embargo, no es el registro intimista o sentimental el único que tiene cabida en esta amenísima obra. Empleando como trama la lucha que sostuvo contra el destino, al aceptar las acusaciones vertidas contra su ser por considerarlas otras tantas virtudes que habían de conducirle a la gloria y volverse contra sus acusadores, Las confesiones constituye un vívido retrato de una sociedad que no sólo abrumó al niño inocente de la primera parte, sino que siguió haciendo lo propio con el hombre maduro de la segunda. Un hombre que fue perseguido de forma infatigable por todos, incluidos sus propios amigos de juventud, como Diderot, Grimm o Voltaire, que no ahorraron encarnizamientos contra su persona.
Anticipada su línea argumental en un curso pronunciado en el Instituto de España, esta obra de JULIÁN MARÍAS sobre LA FELICIDAD HUMANA –singularizada «porque un libro tiene diferentes exigencias e incluso la frase escrita tiene que ser distinta de la frase hablada»– tiene en común con las conferencias la inspiración en un mismo proyecto: la exploración completa de una cuestión relacionada con la vida humana para cuya realización no bastaba con acopiar los recursos adecuados a otros tipos de estudios sino que requería también «poner en juego la imaginación, recorrer las implicaciones del problema, llegar a sus últimos confines, ver hasta dónde llegaba la felicidad». A lo largo de treinta capítulos ese programa de investigación va desvelando y enriqueciendo la idea de que la felicidad es una empresa humana.
La pregunta por la naturaleza de la historia parece albergar en su interior dos preguntas complementarias: ¿de qué está hecha la historia? y ¿cómo conocerla? El variable protagonismo de una u otra, o su difícil equilibrio, definen en cierto modo la deriva de esta disciplina habitualmente denominada Filosofía de la historia. Mientras en algunas épocas la aspiración de fundar una ciencia específica ha dominado el discurso metahistórico, en otras la reflexión se ha dedicado sobre todo a intentar legitimar la existencia de unos (u otros) determinados constituyentes últimos de lo histórico-social. En este libro, además de llevarse a cabo una reconstrucción del desarrollo de esta problemática, se esboza una propuesta acerca del sentido que cabe atribuirle a este ámbito teórico de hoy, cuando la posibilidad misma de la historia se halla puesta en cuestión.
INTELIGENCIA Y LOGOS es el segundo volumen de la trilogía que sobre el tema general de LA INTELECCION HUMANA publica el filósofo XAVIER ZUBIRI (San Sebastián, 1898). Este volumen es continuación del primero (INTELIGENCIA SENTIENTE) y se completa con el tercero y último, INTELIGENCIA Y RAZÓN. La obra completa analiza, entre otros muchos, los temas y problemas fundamentales de la disciplina filosófica conocida con los nombres de Teoría del conocimiento, Epistemología y Crítica, replanteando en una dimensión hasta ahora inédita cuestiones tales como las de la intelección, el juicio, el conocimiento, la razón, el saber, la comprensión, la verdad, la ciencia, etc. No hay duda de que el enfoque que Zubiri da a estas cuestiones es profundamente original. Desde los tiempos de Parménides la filosofía ha solido resolver el problema de las relaciones entre la inteligencia y la realidad en el punto que constituye el tema central de este volumen, el «logos», cuya expresión más clásica es el «juicio». Zubiri se opone frontalmente a esta tradición, que según él conduce a un logicismo formalista que desvirtúa el papel de la inteligencia e impide el acceso a la realidad. Afirmar que el logos es la estructura fundamental de la intelección supone logificar la inteligencia, es decir, hacer de ella una facultad puramente formal y conceptiva. El resultado de esto es el conceptismo y el idealismo, los males seculares de la filosofía. Frente a esto, Zubiri afirma la preeminencia de la intelección sobre el logos. La inteligencia, como quedó expuesto en el volumen anterior, meramente actualiza las cosas en tanto que «reales». El logos es un modo ulterior de la intelección que permite expresar lo que esas cosas reales son «en realidad». El desarrollo de esta idea central constituye el argumento del presente libro.
Esta nueva edición de Sobre la esencia incorpora como principal novedad un apéndice con las anotaciones de Xavier Zubiri a su propio ejemplar de la primera edición (1962), conservado en su biblioteca personal. Se trata de indicaciones de Zubiri en el mismo texto y de fichas manuscritas, añadidas al libro, en las que Zubiri iba matizando, corrigiendo e interpretando su propio pensamiento. Estas anotaciones hacen ahora posible entrever el modo en que la reflexión filosófica posterior de Zubiri, que culminaría en la trilogía sobre la Inteligencia sentiente (1980-1983), hubiera podido afectar a algunos de los contenidos de Sobre la esencia.
Sobre el orador (completado en el 55 a.C.) es el más valorado de los tratados que Cicerón dedicó a la materia de la oratoria, de la que describe los principios generales para instrucción de los jóvenes que vayan a desempeñar cargos públicos en el estado. Está estructurado en varios diálogos, situados en la villa que Craso poseía en Túsculo y en los que los principales participantes son Craso, Marco Antonio, Q. Mucio Escévola el Augur (gran abogado como Cicerón), el cónsul Q. Cátulo y el orador C. Julio César Estrabón.
Craso sostiene que el orador debe poseer un amplio conocimiento de las ciencias, de la filosofía y, sobre todo, del derecho civil (un ideal ambicioso que sin duda expresa el criterio de Cicerón); Antonio, menos exigente en sus demandas y según un planteamiento utilitarista, se contenta con que sea capaz de agradar y convencer, sin que por ello precise de grandes conocimientos, y se extiende sobre los métodos para persuadir a los jueces (aunque al día siguiente reconoce que sólo ha contradicho a Craso por el gusto de discutir) ; César trata del ingenio y el humor, que le habían dado gran fama, con un repertorio de chistes que refleja los gustos y la mentalidad de los romanos, y una clasificación de recursos humorísticos en setenta y cinco capítulos (216-90); Craso, por último, se ocupa de los estilos y las figuras de dicción (de especial interés es el tratamiento de la metáfora): se advierte en estos razonamientos que Cicerón valoraba el lenguaje en relación con la poesía. En conjunto, se concluye que el perfecto orador ha de ser un «hombre íntegro» formado en una educación liberal sin precedentes.