El comienzo de la filosofía lo constituye la indagación de los primeros pensadores griegos acerca de la razón primordial de todo, a la que denominan «Dios» o lo «Divino». El pensamiento cristiano, por su parte, está presidido, desde un principio y durante toda la Edad Media, por la idea de «Dios», que fundamenta filosóficamente. Y los más insignes pensadores de la Edad Moderna profesan a su manera la creencia en la existencia de Dios, haciendo de ella el fundamento y contenido principal de su filosofía. En la actualidad, no pocas personas en Occidente viven y piensan como si Dios no existiera. Y sin embargo, en la mayor parte del mundo la fe religiosa conserva e incluso acrecienta su influencia. También hoy la filosofía puede sin duda esclarecer un gran número de cuestiones sobre la existencia y la presencia de Dios.
Para Mounier, cada individuo ha de entenderse como una «realidad personal» y debe contemplarse desde la categoría de misterio, la cual integra su naturaleza e historia, sus actos y posibilidades, su sentido y destino.
Sólo desde el interior de la persona es posible comprender la vocación a la que se siente urgida, una vocación que exige soledad, conversión y despojamiento. A partir de ella, el hombre, en cuanto ser exterior, puede ponerse manos a la obra en favor de la justicia, fruto de la experiencia interior de gracia y donación.
No es posible comprender al hombre aisladamente. El ser personal que es le exige y le llama a la comunidad de vida y de acción con las demás personas. En este sentido, vocación personal y comunidad comprometida son las notas espirituales que adornan al hombre y le conducen a luchar por un mundo real- mente mejor.
Emmanuel Mounier (1905-1950) es filósofo personalista y fundador de la revista «Esprit».
Sobre un mundo con mucho mal e inmenso sufrimiento, miles de hombres y mujeres gritan cada día: «¿Dónde estás, oh Dios?» (Salmo 42). Por eso, más que un Dios como enigma racional, me ha importado el Dios comprometido con los hombres, y así me he atrevido a trazar su itinerario de una forma práctica, desde una perspectiva cristiana.
Empezaré hablando del hombre como viviente a quien Dios mismo despierta a la existencia personal y social; quiero dejar que Él se revele en el mismo corazón de nuestra vida humana. Expondré después los argumentos a favor o en contra de Dios, tal como han sido planteados en la filosofía de Occidente, lugar donde ha surgido la cuestión de la teodicea como juicio que la historia eleva frente a Dios.
Contemplaré al ser humano como pregunta teológica: abierto a Dios, viviendo en amor y libertad, pero capaz de negarle y suicidarse. Y estudiaré las grandes paradojas que suscita Dios, a quien solo podemos conocer ensanchando el horizonte de nuestras razones y experiencias. Así concluye este itinerario, dejando abierto el camino a la posible fe religiosa.
Esta recopilación de escritos de Hegel sobre religión, por primera vez traducidos al castellano, selecciona los publicados en los años de su docencia en Heidelberg y en Berlín (1816-1831); se trata de textos circunstanciales, como recensiones, réplicas, un prólogo, un discurso… Se incluyen además dos escritos no publicados por él: unas notas destinadas a la docencia sobre «Derecho natural» en Jena (1801-1805) y unas notas de lectura de La fe cristiana de Schleiermacher (1822).
En estos textos afloran por primera vez las cuestiones discutidas y las críticas que se han dirigido al pensamiento hegeliano, como son el panteísmo o spinozismo, o el ateísmo, pero también la crítica de Hegel a posiciones características de la filosofía y la teología de su época: fideísmo, deísmo, filosofía del sentimiento…
La amplia introducción y la notas del profesor Amengual hacen posible no sólo situar y entender los textos presentados, sino también acercarse al conjunto de la vida y el pensamiento de Hegel.
«Frente a Dawkins y Hawking, Swinburne». Este titular provocativo sintetiza una de las polémicas más atractivas de la actualidad.
La existencia de Dios ha sido puesta en cuestión de forma beligerante tanto en el ámbito de los pensadores como en la sociedad en general. Por otra parte, da la impresión de que se admite popularmente y sin apenas crítica que la gran mayoría de las cuestiones fundamentales encuentran su respuesta sólo en el territorio de la ciencia.
Sin embargo, no todos los pensadores son de este parecer. Richard Swinburne, uno de los más destacados filósofos de la religión contemporáneos, considera que la ciencia no sólo debe limitarse humildemente a su ámbito de competencias y verdades, sino que si dialoga con la filosofía y la teología sin prejuicios, incluso proporciona buenos fundamentos para la creencia en Dios.
En ¿Hay un Dios? el lector es invitado a participar en la polémica sobre la existencia de Dios, acompañado de las rigurosas respuestas que esclarecen muchas de las dudas actuales.
«Un hombre, llegado a la fase terminal de su existencia terrena, trata de pensar en su vida; y eso significa en primer lugar que toma distancia respecto de ella. Sin ese distanciamiento, ¿cómo podría pensar en ella? Mas al mismo tiempo se pregunta por este acto, lo cual quiere decir que se pregunta cómo es esto posible. ¿Puede de verdad desprenderse suficientemente de su vida para considerarla, incluso juzgarla?». Así comienza esta singular obra tejida de recuerdos y reflexiones, que muy bien podría calificarse de autobiografía filosófica.
La vida y el teatro, la música y el diálogo con algunos de los grandes pensadores contemporáneos (Jaspers, Heidegger, Proust, Bergson, Sartre) permiten a Marcel desarrollar los nervios fundamentales de su pensamiento: los encuentros, el amor, la muerte… Y como trasfondo y clave interpretativa de todo ello, la llamada de una trascendencia amorosa y el impulso hacia una eternidad no siempre justificable desde la pura racionalidad
Este libro busca un sentido a la trascendencia. En él la voz del profeta se pone al lado de la del filósofo. Esto se hace una vez que se ha logrado romper el ser y su lenguaje para salir fuera de su estructura. Es ahora –no antes– cuando aún tímidamente Levinas denomina Dios al Infinito, cuando Dios, que rompe todo nuestro lenguaje, puede ser invocado sin caer en las redes predicativas de la ontología.
El apresuramiento habitual convirtió a Dios en un ente y, de este modo, lo transformó en un ídolo a medida del hombre en las diversas ontologías discursivas. El proceder de Levinas exige el largo desierto ateo de una superación de todas las teologías hasta que la voz del profetismo pueda ser oída en su pureza incontaminada.
Tal profetismo no es tanto una revelación de Dios como del hombre, de su subjetividad creatural herida y sufriente por el otro que se impone en una responsabilidad que no admite escapatoria.
Tras ejercer como profesor de filosofía en la universidad de Jena, Fichte tuvo que abandonar su cátedra en 1799 a causa de las acusaciones de ateísmo (panteísmo, spinozismo) vertidas contra su filosofía.
Un año después, ya en Berlín, publica El destino del hombre, con el fin de hacer llegar sus ideas a cualquiera que «sencillamente sea capaz de comprender un libro». El resultado final supera, sin embargo, estas humildes expectativas, ya que el lector asiste sorprendido a un genial y riguroso ejercicio de filosofía primera.
En dicho ensayo, Fichte aborda alguna de las cuestiones que se habían planteado en la triste disputa de Jena sobre «el ateísmo», pero también se ocupa de la difícil fundamentación del yo a partir de la acción. La obra reviste, por otra parte, un interés historiográfico, ya que ayuda a entender la evolución del idealismo alemán. No obstante, su mayor logro consiste en plantear con gran libertad literaria cuestiones que siguen siendo centrales para la filosofía actual: la conciencia inmediata, la intuición, la intersubjetividad o la existencia misma de una conciencia moral.
En 1844, bajo el pseudónimo de Juan Clímaco, Kierkegaard había publicado «Migajas filosóficas», obra en la que diferenciaba radicalmente la filosofía sistemática con pretensiones absolutas (Hegel) del socratismo, y a éste, de la relación única entre el maestro y los discípulos, tal como se establece entre Cristo y los cristianos.
Dos años más tarde, el mismo Juan Clímaco (y su «editor», Kierkegaard) se vio en la obligación de hacer una serie de apostillas a dicho texto. En ellas profundizaba en los muchos matices del problema de cómo cabe siguiera pensar que la eternidad se relacione con el tiempo, o sea, que Dios y la historia puedan estar de algún modo en contacto y el individuo existente pueda realmente convertirse ya ahora en seguidor de la verdad plena y eterna. La empresa no puede ser más atrevida: formular los fundamentos de una ontología existencial donde la libertad y el amor hallen cabida e incluso se conviertan en el núcleo de un nuevo pensamiento antisistemático y más profundo que cualquier intento de sistema.
La genial elaboración hecha por Kant de la noción de «a priori» ha provocado una revolución copernicana en la forma de conocer la realidad y en el sujeto que la conoce. No en vano, el redescubrimiento del «a priori» tiene como primera consecuencia la propuesta de un hilo conductor sistemático para la metafísica, pero también el compromiso de ésta por investigar la real capacidad de la razón respecto a todo conocimiento puro «a priori».
Kant considera que lo «a priori» tiene una función trascendental, según la cual lo dado se relaciona con el sujeto; por ello, es el «a priori» el que funda la experiencia y no al revés.
Esta afirmación, en apariencia simple, ha desencadenado un sinfín de dificultades que la reflexión contemporánea ha tratado de esclarecer. Acercarse a una solución a la altura del hombre actual es la finalidad de esta obra, en la que la filosofía vuelve a reclamar su papel como formuladora de la verdad de la experiencia desde la razón.
La obra del científico, filósofo y teólogo Pável Florenski (1882-1937) emerge progresivamente del olvido como uno de los pilares de la cultura rusa del siglo XX y una de las grandes figuras del pensamiento humano universal.
Ingeniero de reconocido prestigio, trabajó durante el régimen soviético en la electrificación del país. Sin embargo, sus ideas le condujeron a un campo de reeducación en las islas Solovki, donde tras cinco años de duro cautiverio fue fusilado y sepultado en una fosa común en los alrededores de Leningrado.
Su obra mayor, La columna y el fundamento de la Verdad, comparable en cierto sentido a los Stromata de Clemente de Alejandría, abre el camino a un nuevo pensamiento que se funda en una original teodicea. El autor, fiel representante de la tradición espiritual de la tierra rusa, se marca como tarea acompañar a los intelectuales de su nación a tender un puente entre la razón y la fe, la ciencia y la liturgia, Atenas y Jerusalén.
Su intento de volver a llenar los dogmas de la fe con la savia de la experiencia espiritual viviente no es ingenuo, sino que va acompañado de un impresionante caudal de conocimientos –desde la matemática a la historia del arte, desde la filosofía antigua y moderna, la lingüística, la literatura y la iconografía a la historia del dogma, la patrística y el folklore– que le han valido el título de «Leonardo da Vinci ruso».
En nuestra época domina más la impaciencia por tener que la paciencia de ser. Y sin embargo, aquel que lo «tiene» todo no necesariamente «es» el más importante. En este sentido, aunque la metafísica se interesa por las cuestiones reales, más aún lo hace por la profundidad de nuestros pensamientos y de nuestras decisiones, es decir, por el «ser».
Las páginas de este libro muestran que, incluso en las comunicaciones más anodinas, toda persona se guía por paradigmas propios que suelen pasarnos desapercibidos. El término «ser» expresa tales paradigmas; su sentido revela ante todo la libertad y la diversidad, el don, su acogida y su respuesta. Por otra parte, el «ser» pone de relieve la aceptación de los unos y los otros. Así, la analogía, como tema central de la metafísica, se explica a partir de este marco de la comunicación libre, donde tiene lugar el «ser del lenguaje».
En todo caso, el «ser» no es simple fruto del acuerdo alcanzado entre las personas. Los seres humanos viven juntos porque ello les ha sido dado como don previamente. Los trascendentales de la metafísica (la unidad, la bondad, la verdad, el bien, y la santidad) significan este don y constituyen el «lenguaje del ser».