¿Todos los caminos conducen a Roma? La historia de Jorge Mario Bergoglio parece confirmarlo aun a su pesar. El suyo fue un sendero angosto, el que transita la gente más humilde, el sendero de la sencillez, de la austeridad, del amor y de la denuncia. Por allí sólo se puede avanzar a pie. Bergoglio decidió recorrerlo con tesón y amor incondicionales hasta que descubrió con asombro que sus pasos lo habían guiado por el camino que desembocaba en Roma.
Nunca había soñado con ser papa. Tras la renuncia de Benedicto XVI viajó a Roma convencido de que regresaría a sus actividades en su querida Buenos Aires pocos días después. Pero la historia se le cruzó en el camino.
Francisco cuenta la vida del hombre que hoy ocupa el trono de Pedro. Un niño que nació en un barrio porteño de gente trabajadora y que creció bajo el mandato familiar de los inmigrantes: estudiar para lograr el ascenso social. Un joven que cuando decidió ser cura tuvo que enfrentarse al disgusto de su madre, que quería que fuera médico. Un hombre que se formó durante catorce años entre los jesuitas mientras aprendía a superar los obstáculos que se presentaban en su camino. La enfermedad y las disputas internas de la Iglesia rompieron varios de sus anhelos y de sus proyectos, pero supo vivir esos episodios como pruebas impuestas por Dios.
Así se forjó su corazón de pastor, así se enamoró de la gente, de los desposeídos, y comenzó a soñar con una Iglesia pobre para los pobres, con un Evangelio vivo en las calles. Así, recorriendo el sendero de los humildes, Francisco llegó hasta Roma.