La figura de Jesucristo nos interroga siempre, ya que no se reduce al Jesús de la historia propio de los historiadores; también el Jesús imaginado por la fe, el Jesús «en exceso» y que sus seguidores denominan Cristo, pertenece a la historia. Pero ¿cómo puede hacerse comprensible la figura teológica de Jesús en una época dominada por los tópicos y las sospechas?
En este sentido, el reto de la cristología actual se inserta en el de toda la teología: hacer creíble a Dios de modo que no sea una divinidad sin más, sino Aquel en el que cada hombre escucha su propio rumor.
Al plantear una nueva mirada sobre la identidad narrativa de Jesús, que supera el dilema entre la identidad histórica y la dogmática, y abordar una lectura renovada de los relatos de la resurrección y de los títulos reconocidos a Jesús, la cristología tiene una nueva oportunidad para ofrecer hoy un discurso abierto sobre Dios y sobre el hombre.
Jesucristo es el sexto volumen de la extensa y sugerente dogmática que lleva por título Dios para pensar.
Esta recopilación de escritos de Hegel sobre religión, por primera vez traducidos al castellano, selecciona los publicados en los años de su docencia en Heidelberg y en Berlín (1816-1831); se trata de textos circunstanciales, como recensiones, réplicas, un prólogo, un discurso… Se incluyen además dos escritos no publicados por él: unas notas destinadas a la docencia sobre «Derecho natural» en Jena (1801-1805) y unas notas de lectura de La fe cristiana de Schleiermacher (1822).
En estos textos afloran por primera vez las cuestiones discutidas y las críticas que se han dirigido al pensamiento hegeliano, como son el panteísmo o spinozismo, o el ateísmo, pero también la crítica de Hegel a posiciones características de la filosofía y la teología de su época: fideísmo, deísmo, filosofía del sentimiento…
La amplia introducción y la notas del profesor Amengual hacen posible no sólo situar y entender los textos presentados, sino también acercarse al conjunto de la vida y el pensamiento de Hegel.
Desde hace algunos años se aprecia en Occidente un renovado interés por los iconos. Gentes muy dispares se acercan a ellos por distintas motivaciones. Hay personas que buscan satisfacer su interés estético, otras desean tener una experiencia esotérica, algunas sienten una atracción por lo religioso y no pocas ven en la contemplación de estas imágenes una forma de hidratar su enjuta vivencia espiritual. Pocas saben, sin embargo, que para acercarse correctamente a los iconos resulta imprescindible conocer su dimensión teológica.
Con su obra, Uspenski se ha esforzado en poner de manifiesto la unidad indivisible que existe entre icono y teología. En este sentido, ha luchado denodadamente para que estas imágenes sagradas y que remiten al misterio no sean reducidas a la mera razón estética o al puro sentimiento desencarnado.
El lector en general, el estudioso del arte y el creyente encontrarán en esta introducción a la historia y la teología del icono no tanto una guía para visitar museos como una puerta de acceso a la rica tradición del arte del Oriente cristiano.
Francisco es «el hombre del siglo que viene», como le denomina ya su primer biógrafo, Tomás de Celano, en el siglo XIII. Y desde entonces, aquel hijo de un rico mercader y de las nacientes ciudades burguesas de la Edad Media, liberadas del poder feudal por la asociación de sus ciudadanos más dinámicos, se ha convertido en referente y modelo para cualquier generación.
Su secreto tal vez resida en la rica personalidad que atesora, capaz de conectar y sintetizar en sí las mejores aspiraciones de su tiempo. Por otra parte, su enorme valoración a lo largo de la historia tiene mucho que ver con la renovación y rejuvenecimiento que el Pobre de Asís encarna mediante el testimonio del Evangelio.
El reconocimiento de la condición divina de Jesús entre sus discípulos es uno de los fenómenos más fascinantes y llamativos del cristianismo naciente. Este reconocimiento, que tuvo una expresión muy elocuente en las prácticas cultuales, merece ser estudiado en profundidad y con todo rigor, ya que resulta determinante a la hora de relacionar la investigación sobre el Jesús histórico y los comienzos del cristianismo.
El autor presenta, en primer lugar, una panorámica del debate actual sobre los orígenes de la devoción a Jesús. A continuación, muestra con renovados argumentos cómo la temprana definición de la fe cristológica fue decisiva para la formulación de la imagen cristiana de Dios. Por último, explora las consecuencias que tuvo para los primeros cristianos la exclusividad que exigía la adhesión a Dios y al Señor Jesús en los diversos ámbitos de la vida.
Este breve volumen continúa la investigación iniciada por Hurtado en su extensa obra Señor Jesucristo (Salamanca 2008) y aporta convincentes respuestas a muchas de las preguntas que plantea la temprana devoción a Jesús.
Al fin ve la luz en castellano la obra más importante de Friedrich Schleiermacher, Compendio de la fe cristiana expuesta según los principios de la Iglesia evangélica. La traducción corresponde a la segunda edición, revisada y definitiva, publicada en dos volúmenes en 1830 y 1831.
Convertido en un clásico casi desde el mismo momento de su aparición, ocupa un lugar fundamental entre las obras de teología que intentan presentar la fe cristiana en su integridad. Su publicación inauguró un periodo creativo y renovador en el pensamiento cristiano, en el que se sentía la urgencia de repensar la tradición teológica en el mundo moderno.
Schleiermacher se mueve con igual soltura entre los sistemas teológicos de la ortodoxia protestante, la filosofía alemana de la época y el nuevo imaginario creado por las ciencias históricas y naturales.
La fe cristiana aborda los temas de la dogmática cristiana de forma original. Su novedoso método, calificado por el autor como «ortodoxia en movimiento», se enraíza en el pasado, si bien trata de proponer a la vez nuevas formulaciones que sean inteligibles para cualquier tiempo.
A pesar de ser una obra polémica y controvertida desde su publicación, no ha dejado de sentirse su influencia desde entonces, de tal modo que ha llegado a ser comparada con la Summa Theologica de Santo Tomás, o con las Instituciones de Calvino.
Anselmo de Aosta (1033-1109), santo y doctor de la Iglesia, monje en Normandía y arzobispo de Canterbury, es uno de los padres fundadores de Europa.
Inmerso en la convulsa situación social y política de su época, sufrió la lucha de las investiduras, afrontó dolorosos cismas y fue testigo, a su pesar, de la primera cruzada. Frente al poder político, defendió la libertad de la Iglesia, hasta el punto de padecer un doble destierro. Asimismo promovió sin reservas la reforma de las costumbres en la vida religiosa y en la sociedad.
Una de las grandes preocupaciones de este benedictino universal fue fortalecer la unidad de la Iglesia. Para ello prestó su apoyo incondicional a los papas legítimos y ayudó a clarificar algunas cuestiones discutidas con las Iglesias de Oriente.
Su exposición y defensa de las verdades de la fe cristiana con ayuda de la sola razón, le señalan como el iniciador de la escolástica y de un nuevo método teológico que se sintetiza en su famosa formulación: «Fides quaerens intellectum».
Cuando en la primavera del año 50 Pablo llegó a Corinto acompañado por Silvano y Timoteo, se encontró allí con Prisca y Áquila, un matrimonio que tenía su mismo oficio, expulsados de Roma a causa de su fe en Jesús. Desde entonces, la pareja romana se integró al grupo de Pablo y le apoyó en su misión.
Las cartas escritas por el apóstol y sus colaboradores, así como el libro de los Hechos, contienen muchas noticias sobre este grupo misionero, pero muy pocas acerca de otros, dando así la impresión de que fueron los principales y casi únicos protagonistas de la primera evangelización.
Sabemos, sin embargo, que hubo otros grupos y una multitud de testigos anónimos que también llevaron a cabo una intensa actividad misionera durante la generación apostólica. Aquella primera y variada misión fue un acontecimiento histórico singular que forma parte de la memoria colectiva sobre la cual las iglesias cristianas han fundado y siguen fundando su identidad y su tarea evangelizadora en todos los tiempos.
En la Iglesia ortodoxa tres son las realidades fundamentales: la experiencia, el culto divino y la vida ascética. Esas tres fuentes permiten profundizar en cuestiones capitales como: las personas o hipóstasis de la Trinidad, la concepción de persona que emana de la teología de los iconos, la eclesiología a partir de la iglesia local, la realización de los sacramentos desde la teología del misterio.
Felmy analiza las obras teológicas de la ortodoxia, pero también tiene en cuenta los iconos y los poemas hímnicos. Todo ello le lleva hacia la experiencia y lo experimentable de una fe que busca ser idéntica a las proposiciones clásicas que siempre se enseñaron en Oriente.
Tras examinar la cuestión del mal, puerta de ingreso en la sugestiva y extensa dogmática titulada Dios para pensar, el profesor Gesché invita a reflexionar sobre el hombre.
Pocas tareas han reclamado tantas energías en la época contemporánea como la de intentar comprender al ser humano. Su misterio ha buscado ser esclarecido desde ámbitos tan distintos como la biología, la antropología cultural, la psicología, el pensamiento político o la sociología, sin llegar a alcanzar del todo el objetivo deseado. Este aparente fracaso se ha debido en gran medida al excluyente planteamiento horizontal que se ha empleado en la resolución de tan arduo enigma.
Y sin embargo, ¿no habrá llegado la hora de sumar a los valiosos resultados alcanzados por las ciencias humanas la aportación original de la teología? Así, la propuesta de cambiar de perspectiva y contemplar desde arriba al ser humano, es decir, desde la alteridad que le proporciona el tú divino, tal vez pueda servir para romper el círculo que tiene encerrado en sí mismo al propio hombre.